Apoyada en la barandilla sólo veía mar, una masa ingente de agua salada ondulante azul y gris,

ribeteada de preciosos dibujos de espuma blanca cada vez que el monstruo de acero rompía el mar. Oí su incesante aullido y dudé si era dolor o canto, como es la propia vida. Dejé mi mente libre para que se bañara entre las olas o se sentara en una nube o se convirtiera en gaviota y voló y navegó y sentí la levedad de su libertad, hasta tal punto que hube de aferrarme más a la barandilla porque mi cuerpo también quería volar, ¡cuánto pesa un simple pensamiento! pensé. La monótona imagen me hechizaba y no podía apartar mis ojos ni mi cuerpo de esa ligera frontera y entendí el significado de un canto de sirenas. Un cuadro se pintó en el cielo, el sol me daba las buenas noches con un guiño rojizo, anaranjado y amarillo entre nubes y mi enamorado comenzó a desaparecer mezclándose con la incipiente noche. De repente noté frío, como esas ideas liberadas que buscaban volver a casa y volvieron y sentí de nuevo su peso y mi angustia. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, la noche es muy fría en el medio de la nada y tremendamente oscura, la ausencia de toda luz da un poco de miedo y recuerda a la muerte, de un día, de un instante, de una vida. Llegó el tiempo de la despedida, de esa magia íntima que ya nunca volverá. De una perfecta comunión entre el viento, las nubes, las blancas y azules olas y yo.
matias 03/25/2020 04:47