10 junio 2016
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La cala fue invadida por unas miradas, Martina se llamaba, era elitista, elegante, discreta, el mar se descomponía en muchos y diferentes azules, a ella le gustaba el turquesa, se le parecía a esos ojos que le taladraban con la mirada, pero él nunca podía con la profundidad de los ojos de ella, le daba miedo perderse en ese abismo que le llevaría quien sabe adonde. Fue una casualidad el lugar, como lo fue su encuentro en aquel bar. Tras una cadena de palabras, algunas inútiles, sólo para romper ese silencio que a veces es aprovechado por el amor que planta semillas en lugares sin agua ni lluvia, sólo para que muera al nacer. Y así nació el muerto. Se amaron tres veces, cuatro como mucho, en lugares escondidos, uno de ellos la cala, yo fuí testigo. Les observé en la distancia, cómo intentaban rozar unos dedos haciéndose un hueco entre las cadenas y lo conseguían. Me imaginé la historia que ahora escribo, sólo con mirar sus rodillas, que se amaban ocultas bajo la mesa, unos centímetros de pasión, la única puerta para ese volcán que intentaban esconder en un desierto. No sé si algún día llegaría a explotar, el amor pocas veces tiene un final feliz, yo sólo veía dos presos en libertad condicional, sin futuro, ni pasado, con un tiempo robado. Cala Martina les miraba embobada, como yo, el mar del color de unos ojos se tiñó de rojo, como mis mejillas, puede ser por el sol o pudo ser por el destello de la puesta de un amor.